El teatro, en principio, es cuerpo, sangre y alma y la escenografía, el maquillaje, el vestuario, la iluminación, el sonido, en fin, resultan de calidad en tanto “vistan” coherente y adecuadamente a ese “ser” que es el teatro. Y es que el teatro es verdaderamente cuerpo, sangre y alma porque, siendo ficción, es su deber mayúsculo escapar de la ficción. Las personas/actores/personajes salen al escenario a poner su cuerpo y su voz y lo que sucede está sucediendo ahí y ahora; no hay segunda ni tercera toma. De ello mismo resulta que el teatro es verdad, una verdad dentro de la ficción.
Cuando texto, cuerpos y voces encuentran su perfecto correlato con el vestuario, la escenografía, el maquillaje, en fin, la puesta, se puede decir que se ha cumplido el objetivo de llegar a una obra de calidad.
En esta versión del texto de Veronese se ha apuntado, más que a una significación histórica, a la esencia misma del drama humano. Lo central viene a ser aquí, al desnudo, el poder, los medios de manipulación, la perversa seducción, el quiebre de la voluntad, el engaño y la trampa, el sometimiento al sistema implantado, al abuso del poderoso sobre el sometido. Desde esta perspectiva también sería lícito pensar esta obra desde cualquier otro plano en el que se plantee “el juego del gato y el ratón” y hasta podría leerse como una suerte de crítica al ya tan malgastado uso del psicoanálisis.
Leonor Capeto. Escritora, ensayista.
Esperamos volver y esperamos que vuelvan, pero nadie vuelve, pero nunca nada vuelve. Es posible que la intención de Daniel Veronese, autor de Formas de hablar de las madres de los mineros mientas esperan que sus hijos salgan a la superficie, difuso título de una obra de perfecta concisión y claro significado, no haya sido la de traer al recuerdo –o al inconsciente– del espectador esa sentencia abrumadora, pero ella tiene implacable presencia en las escuetas escenas de la representación que ha tramado.
Y sí, nadie vuelve, nadie emerge de nuevo a la superficie, a la verdad, a la libertad, a la felicidad: todos estamos marcados por una elección tomada alguna vez, alegre, confiada, esperanzadamente. La clave de la obra puede ser la impasibilidad de la ignominia revestida de poder, la manipulación psicoanalítica o aun el insignificante y correcto vecino que sólo puede existir en tanto somete a otros, pero ésa es una minucia intrascendente: lo que aquí vale es que la puesta de Emiliano González Portino atrapa y exhibe una instancia fundamental entre las lástimas que acosan a la vida, y eso no es poco.
Texto complementario de los movimientos escénicos, la puesta –acaso por necesidad– pone en el escenario a tres actores, dos de los cuales se multiplican en un puñado de personajes con apenas muy ceñidos cambios en la vestimenta y sin más ayuda que la disposición talentosa. Tal vez casualmente queda creado así otro símbolo: ante el ser sufriente todos son iguales, todos son lo mismo.
Fernando Sánchez Zinny. Periodista.